Seguía metido en el pequeño cuerpo peludo, no había dormido nada esa noche, ni siquiera las dos o tres horas de sueño intranquilo que había logrado conciliar durante los últimos meses, había corrido directo al claro, a esperar que ella apareciera: finalmente podría corroborar si había terminado de volverme loco.
Improvisé una madriguera con ramas húmedas y helechos cortados con mis propios dientes, y ahí seguía esperando, mientras el rocío matinal iba humedeciendo mi pelaje, haciendo aún más rígidas las hebras del mismo, apelmazadas ahora con lodo húmedo. Fue entonces cuando ese olor llegó a mi nariz y me puso en alerta de inmediato, abrí los ojos aún oculto en el lugar en que me escondía: era ella, aunque para quien no la conociese tan bien como yo, jamás habrían notado que debajo de aquel disfraz patético se escondía la criatura más celestialmente hermosa y perfecta que habitaba el universo.
Me erguí en mis cuatro patas, sacudiendo todo el pelaje en un intento inútil por librarlo de las mil y un porquerías que se habían ido acumulando por los largos días de abandono total; avancé cauteloso sin quitarle la mirada de encima, a pesar del semblante entristecido, parecía tan bella e inocente como siempre, contrario a todos mis deseos, seguí avanzando lentamente, intentando no asustarla, aunque en realidad, lo que quería era lanzarme sobre ella y abrazarle para nunca más dejarla ir. Lancé un chillido suave, para indicarle que estaba donde me había citado.